EL TIEMPO, 23 de marzo de 2013.
Fernando Millán
Director de ADN
Soy periodista de Inpahu y profesional en estudios literarios de la universidad Nacional de Colombia. Soy un hombre dedicado a la realidad que no hace otra cosa que escabullirse hacia los territorios de la ficción.
La violencia sacó a mi familia del pueblo cuando yo tenía dos años. Volví siempre en vacaciones, hasta quedarme a vivir con mis abuelos cuando tenía siete años para cursar mis primeros estudios. Mi abuelo Santiago me enseñó a leer y a escribir. A Filandia voy cada que puedo porque ese pueblo son mis historias.
Mi padre es un gran contador de historias. Creo que por ahí viajaban unos genes. Mi abuelo materno leía, escribía y tocaba piano. Por ese lado también viajaron muchos genes. Desde muy joven me sedujeron las historias y desde ese entonces empecé a arañar mis primeras poesías y mis primeros cuentos.
Es una suma de relatos de amor, erotismo y libertad.
El escritor Nahúm Mont me acompañó en el lanzamiento. Fue una deliciosa jornada de lecturas y de diálogo sobre las formas de convertir una idea en cuento.
El amor y la libertad son temas centrales de mis historias, casi todas llenas de la violencia colombiana y de la lucha por salvar el amor. Hasta el primer relato que tiene que ver con un mito griego está tejida de libertad.
Porque sin amor, ¿para qué? Somos por el amor. Somos fruto del amor. Sin amor no estaríamos buscando una salida a tanta violencia.
Si hay amor, hay desamor. Si hay blanco, hay negro. Si hay noche, hay día. Si una cosa existe, existe su contrario. Las mariposas negras son eso que usted dice, una alusión a lo negativo del ser humano, a sus ambiciones desmedidas, a sus envidias y egoísmos. A eso se contraponen los buenos sentimientos y el amor. Por eso, en la historia, los protagonistas son las dos caras de la moneda.
La literatura, a diferencia de la historia, refleja el alma humana. La literatura no fija fechas ni calendarios históricos; la literatura cuenta como es el alma de los hombres en un determinado momento de la historia. Los relatos que hoy contamos son el reflejo de nuestras dichas y nuestros sufrimientos. Alguien tiene que contarlo.
Si se presenta la oportunidad, estaré feliz de hacerlo.
El título de mi primer libro es El credo de los amantes. Es una historia de amantes que leen literatura erótica. A lo largo de sus páginas, los amantes lectores nos llevan por un recorrido maravilloso de novelas y poesías de todos los tiempos en los que el erotismo es el centro vital de la construcción poética.
Descubrirán parte de su historia en los relatos. Tienen el tono de nuestros pueblos.
En este momento estoy trabajando en una nueva novela de amor y desamor.
Filandia: “Para el alma no hay éxodo” (Letras de feria)
Y en un principio era tierra. Montañas y árboles y más tierra y matas, y algunas serpientes y lobos y búhos y decenas de especies de aves de todos los colores y una que otra leyenda según la cual 200 o 500 años antes, algunas tribus de indígenas vivieron por ahí, e incluso murieron por ahí y fueron enterrados con sus joyas y sus valijas y vasijas para su viaje y su vida en el más allá. Y en un principio, el principio de la historia que relató Alberto Medina en su novela Para el alma no hay éxodo, todo era silencio, o silencio de humanos para ser exactos, hasta que unos hombres decidieron salir de sus poblados y empezaron a marcar un camino hacia la aventura, y su aventura se volvió camino y un largo caminar y descubrir, y después fue un lugar y la decisión de hacer de ese sitio un hogar.
Y en aquel camino aquellos hombres decidieron fundar un pueblo al que unos meses más tarde llamaron Filandia, porque estaba ubicado en al filo de un monte, porque les recordaba un lejano reino que sonaba a hadas y a reyes y duendes, porque la palabra les parecía una cascada de letras y porque todos estuvieron de acuerdo. Con los años, muchos años, otros hombres y en distintas condiciones, decidieron agrupar aquellas tierras y las tierras vecinas y las que estaban más allá bajo el nombre de Quindío, una palabra misteriosa que apareció por vez primera en el siglo XIX y que jamás tuvo connotaciones claras, pero ya entonces las leyes y los documentos y la necesidad de ponerle sellos a todo se habían vuelto costumbre y necesidad.
“Gracias a la ubicación de Filandia, en el filo de una montaña, y a los vientos constantes que visitaban el pueblecillo, la fragancia descendía por las laderas, cruzaba bosques, esquivaba cerros infranqueables, saltaba ríos y seducía a ateos y cristianos, a liberales y a conservadores, a ricos y a pobres. Cuando los fundadores menos pensaron, el pequeño villorrio de los orígenes era un asentamiento pujante de agricultores y comerciantes. El marco de la plaza estaba lleno de casas de puertas enormes, con habitaciones alrededor de un patio, amplios balcones, huertos de frutas y flores y corales en el solar”. (Para el alma no hay éxodo)
En los primeros tiempos de Filandia, siglo XIX, el tiempo de los Vallejo y los Franco y los fundadores de aquel pueblo, las leyes y las firmas no eran importantes. Bastaba con la palabra, y la palabra era la ley. Como solía decir Ramón Franco cuando llegaron algunos funcionarios del Ministerio de Tierras para legalizar sus predios y poner en papeles lo que iba mucho más allá de los papeles, “por la tierra es por la que somos, no porque lo diga un papel”. La palabra era su legado, su valor, y la representación de muchos de los valores de aquella gente. La palabra era un principio de vida y un propósito también, y fue la que sobrevivió al paso de los acontecimientos, a los odios que llegaron en el siglo XX, a la sangre también, a la muerte, y se transformó en historia muchos años más tarde con el libro de Medina López.
Por el libro, las grandes y las pequeñas historias de aquel poblado se hicieron inmortales, y de alguna manera, resurgieron. Regresaron de lo más profundo de la memoria. Se hicieron papel y prensa luego de permanecer años, décadas, entre relatos, leyendas, mitos, cartas, diarios, verdades a medias y versiones de versiones. Renacieron, tiñendo de rojo sangre los imborrables sucesos de la Violencia en Colombia, que también tuvo repercusiones en Filandia y el viejo Caldas y que se adentraron en la vida de su gente y en su futuro, porque el odio llevó a más odio, y el odio siempre fue irracional, y de tanto odio, como quedó registrado en tantos y tantos escritos, la gente olvidó su pasado, sus virtudes y las del vecino por defender falsos ideales, y al final sufrió las graves consecuencias de aquel olvido.
“Arrastrándose entre la maleza, ‘pájaros’ y policías logran evadir las balas que llueven del cielo, y en la huida uno de ellos se desploma por un tiro en la espalda. El regreso de los sobrevivientes parece una procesión de cadáveres. Nadie habla. El sol empieza a golpearlos con latigazos de fuego y sus bocas secas duplican el agobio de la derrota. Exhaustos, sudorosos, desfallecidos, llegan al pueblo para contarle a don Carlos la tragedia de la fallida operación. Carlos Ospina respira rabia con el relato. -¿Desde dónde les disparaban?, pregunta. -Desde los árboles nos pegaron esos hijueputas. ¿No hay de otra!, refunfuña el cabo García. En El Congal celebraban la victoria, pero Eliana Vallejo no era capaz de aplaudir. Intuía que con lo ocurrido empezara el principio del fin de los liberales en El Congal”. (Para el alma no hay éxodo).
De una u otra manera, todos y cada uno de los personajes que Medina López fue creando y recreando en su novela quedaron marcados por la violencia. Unos, con la de la Guerra de los Mil Días y con la que se desató después, por la hegemonía conservadora que duró hasta 1930, y otros, con la que explotó definitivamente con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948, en pleno centro de Bogotá, “pasada la una de la tarde, cuando los empleados salían de sus oficinas a almorzar”. La cruz de cada quien fue simplemente existir. Fueron blanco de sus enemigos porque eran liberales, o porque eran conservadores o no eran nada, porque eran sacerdotes o alcaldes del pueblo, porque rezaban o no rezaban o porque eran las mujeres de unos o de otros, o sus hijas o nietas. Existían, existieron, y eso fue suficiente para ganarse un tiro o para salvarse de la muerte y huir.
Los que huyeron, aquellos que fueron parte del éxodo y se instalaron en lugares que apenas si habían oído mencionar, se llevaron a cuestas su pasado, sus costumbres, sus credos, sus mitos y leyendas y sus historias, y con el tiempo se fueron mezclando en las grandes ciudades con el pasado de otros migrantes que también tuvieron que dejar abandonados sus pueblos y sus historias, e incluso, en algunos casos, a su gente. Juntos, forjaron otras culturas sobre las viejas culturas, otra Colombia, tomando todos un poco del otro y del de más allá, y hasta formando nuevas familias, aunque en las noches, al acostarse a dormir, fueran conscientes de que habían dejado entre sus ancestros su sangre de origen, el alma, y comprendieran una y mil veces que Para el alma no hay éxodo, como lo describió Medina en el título de su obra.
“En esos años en que mataban en nombre de Dios y de un partido político, en que masacraban a liberales en las plazas públicas y en los campos, ese asesinato remoto terminaba siendo un crimen en la puerta de la casa de los Vallejo y de los liberales de Filandia, y las razones saltaban a la vista. Gaitán era el primer dirigente que le daba al pueblo un lugar en la historia; el sitial del que estaba marginado por cuenta de los gobiernos de turno, de la “oligarquía”, como llamaba a los poderosos, que decidía por todos a puerta cerrada en sus clubes privados. “Creía con fervor en una democracia verdadera”, decía Berardo con emoción”. (Para el alma no hay éxodo)
Gaitán y su Marcha del silencio. Los Vallejo y los Franco. El poblado de El Congal y Filandia. Las montañas y las guacas y la búsqueda de tesoros. Las cometas, el vuelo de lo imposible, el café, las industrias incipientes, las plazas de pueblo, las rutinas y los paseos y los amores. Los “pájaros” y los “chulavitas”, Efraín González y “El chispas”. Como dijo Medina López, “Mi pueblo es el origen de todo. Es mi raíz y la raíz de mis padres. Escribir es tejer y así lo hice durante años. La idea de escribir la historia estaba presente en mi vida desde hacía mucho tiempo. Sin duda, la marca del desplazamiento que vivieron mis padres durante los años de la violencia bipartidista me empujó a darle forma a la novela”. Y la novela se hizo forma y empezó a ser parte de la historia de Filandia también. Él la tituló Para el alma no hay éxodo, “porque estaba enfrascado en el cierre de la historia y de algún lugar del alma salió el nombre. Había estado pensando en títulos, pero ninguno me llenaba. Para el alma no hay éxodo recogía el sentir más profundo de esa ruptura con el origen”.
Fernando Araújo Vélez
El Espectador - 1 de mayo de 2022.
https://www.elespectador.com/el-magazin-cultural/filandia-para-el-alma-no-hay-exodo/
Facetas fabulosas y diversas de la historia de Filandia
Autor : Roberto Restrepo Ramírez
Carátula de la obra y foto de Alberto Medina López
Facetas fabulosas y diversas de la historia de Filandia -así como los vaivenes del drama humano que generó la violencia bipartidista- se presentan en la última obra de Alberto Medina López. El autor de ‘Para el alma no hay éxodo’ deja consignados en las páginas del libro los momentos cruciales del recuerdo de su municipio, que es también el mío.
El escritor nació en Filandia en el seno de un hogar tradicional, como también me sucedió. Aunque seguimos destinos distintos, llevamos ese terruño en el corazón. Para Medina López, profesional en Estudios Literarios de la Universidad Nacional de Colombia, su dedicación se centró en plasmar aspectos humanos e históricos en su novela sobre Filandia. En el ejercicio escritural asignó nombres diferentes a los personajes históricos, aunque utilizó el original solo para uno, el de Santiago López, su abuelo, educador ecuánime y un ser sensible que dejó huella en el municipio. Después de leer las 169 páginas, a todos nos queda la misión de continuar con la tarea de compilación y descripción de otros acontecimientos sobresalientes de su vida ciudadana, alrededor de hombres y mujeres que se han destacado en todos los campos. Medina López, en este libro referenciado, lo hace con profesionalismo, como periodista de Inpahu que es y como investigador del periódico El Tiempo en el pasado y, actualmente, como columnista de El Espectador y subdirector de Noticias Caracol.
No es la primera vez que Alberto Medina López incursiona en este género de la novela. Ya en su primera obra, titulada ‘El credo de los amantes’, considerada por algún crítico como bibliográfica, los protagonistas de una historia de “amor infiel” son Pedro Nolasco Vallejo y Lucía Bretón. El primer personaje está basado en un antepasado suyo, cuyo solo nombre -Pedro Nolasco- dejó marca en la vida administrativa de Filandia, a principios del siglo XX.
El apellido Vallejo se aborda otra vez en el libro ‘Para el alma no hay éxodo’, que se presentó el pasado 30 de abril de 2022 en la versión de la Feria Internacional del Libro de Bogotá. Igual que ocurrió con sus otras dos obras publicadas, ‘Inventario de deseos’ y ‘En todas partes hay mariposas negras’, su estilo se circunscribe a la conjunción de lo real y lo ficticio. En el contenido de un artículo publicado por el diario La Crónica del Quindío, con motivo del lanzamiento de su colección de cuentos, el autor afirmó: “Soy un hombre dedicado a la realidad que no hace otra cosa que escabullirse hacia los territorios de la ficción”1.
Su último libro es también alusión a sus antepasados. El personaje más destacado es Joaquín Vallejo, hijo de Berardo y nieto de Santiago. Sobresalen los hechos que sustentan la historia de nuestro municipio y donde se diluyen nuevamente las fronteras de lo que sucedió en la historia y se creó en el imaginario colectivo. Es lo que constituye el sentido de la novela histórica -o si se quiere, la historia novelada- que está en su contenido textual.
Joaquín Vallejo se presenta, en cada una de las tres partes del libro, como un personaje que rememora la historia de una familia, que lo es también en su condición de protagonista de la historia de un pueblo y, en proyección, nos traslada a la remembranza de algunos hechos históricos de Colombia.
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Leyendo sus páginas, el contenido se convierte en una cascada de significaciones históricas sobre la vida provincial y las consecuencias de la violencia bipartidista, lo que llevó al éxodo de muchas familias. Pero es también el recuento de historias de amor, de odio y de persecuciones. Y sobre todo es el reflejo de la condición humana, que nos brinda la oportunidad de restañar las heridas sociales. Ello implica la posibilidad de retornar del éxodo - o desplazamiento forzado - a la tierra que nos vio nacer. Porque, como señala el autor, en la última parte del libro, página 159:
“…la tierra es como el vientre del que un día salimos, un lugar de la realidad que queda eternamente ligado a nosotros como impronta de tiempos felices, así el camino esté plagado de sangre”2.
Algunos apartes del libro se refieren a esa historia grata de Filandia. Fue emotivo para mí encontrar las menciones de aquellos hitos y acontecimientos. El primero es la alusión a la fundación del municipio, lo que Medina López ubica en el protagonismo de otro Vallejo, Genaro de Jesús, el bisabuelo de Joaquín en la trama de la novela, y quien funge como uno de los colonos fundadores, junto con Carlina Hidalgo, su esposa. La carátula de la obra, reproducción fiel de la fotografía tomada a los sobrevivientes fundadores, en 1928, en la celebración del Cincuentenario de Filandia, refuerza ese primer acontecimiento.
Otros hechos están relacionados con los primeros años de desarrollo poblacional de Filandia y son encarnados por los personajes de la creación literaria con papeles destacados. Solo citaré dos de ellos, en el marco de los hechos que los pusieron en el plano histórico. Son “Chun”, el cometero y el ebanista Arcadio Arias. El primero, nombrado como “Chan” en el libro, fue famoso por la elevación de la cometa más grande de la época. El segundo, descrito en la página 16, como “el hombre tranquilo que no le hacía daño a nadie”, fue vilmente asesinado. Es llamado, en la obra de Medina López, como “Olmedo Buitrago” y se le recuerda como el tallador de los muebles de madera más bellos.
La siguiente es una somera mención de otros sucesos y personajes de Filandia y de Colombia, en la novela histórica. de Medina López:
El Tesoro Quimbaya, la guaquería y los guaqueros. La gesta de colonización. La Guerra de los Mil Días. El asalto del coronel Echavarría. La vereda El Congal y sus familias. La destrucción del busto de Enrique Olaya Herrera. Los amores furtivos. Los leprosos y la plaga de langostas, sucesos que, en el argumento de la obra, se sugieren como los motivantes de otras desbandadas o primeros éxodos de población.
El asesinato de Gaitán. El anuncio de la “falsa oscuridad” del “padre Almaro”. Los antipersonajes. Los enfrentamientos entre los bandos partidistas. Los ataques. La Cuna de Venus y otros lupanares.
Esto, y mucho más, que es necesario abordar desde la lectura de dicha obra literaria, entre otras cosas, permitió reconocerme en sucesos de ingrata recordación. Como el que fue mencionado en la página 100, cuando María Rosa, la esposa de Joaquín, “vio una imagen que jamás se borraría de su memoria: los cuerpos de varios campesinos amontonados en el platón de una volqueta color mostaza, asesinados con tiros de gracia”. La lectura de este fragmento corresponde a una escena - tal vez la misma - que mis ojos de niño también presenciaron desde la ventana de la casa paterna de Filandia, en la plaza principal. Algo que nunca se borró de mi mente.
Fue en mis estudios universitarios que encontré la única referencia registrada de la violencia en Filandia, mencionada por los autores investigadores, la masacre de campesinos en la vereda Bambuco, hecho sucedido el 21 de agosto de 19613. ¿Es concordancia histórica o es otra de las masacres no registradas en aquellos tiempos?
La tercera parte del libro aborda el éxodo de los Vallejo a Bogotá, un doloroso viaje que debieron emprender los abuelos Berardo, su esposa Esther Julia y Joaquín, con su esposa María Rosa y sus pequeños hijos. Huían del acoso del bandolero Efraín González, pero también escapando de la “espiral de una interminable venganza” (página 163).
El único aliciente que, como lección, deja la trama de esta novela histórica es el sentido de su título y el párrafo final:
“Para el alma no hay éxodo, porque nos quedamos a vivir en el territorio de las nostalgias, porque en ese lugar invisible que es el alma, que guarda lo que somos, y lo que hemos sido, quedan grabadas, por siempre y para siempre, las coordenadas de nuestras raíces, el punto de partida” (página 169).
Bibliografía
1 “En todas partes hay mariposas negras”. Artículo publicado en: La Crónica del Quindío. Armenia. Mayo 19 de 2014.
2 Medina López, Alberto. “Para el alma no hay éxodo”. Taller de Edición Rocca. Bogotá, marzo de 2022.
3 Germán Guzmán Campos, Orlando Fals Borda, Eduardo Umaña Luna. “La violencia en Colombia” Tomo 2. Carlos Valencia Editores. Bogotá,1988.
La Crónica del Quindío, 13 de mayo de 2022.
https://www.cronicadelquindio.com/noticias/historia-1/facetas-fabulosas-y-diversas-de-la-historia-de-filandia
Primera edición: Marzo de 2022
Sus bisabuelos llegaron a esas tierras de nadie descuajando monte y abriendo camino a peinilla y machete, en una travesía por mesetas angulosas, ríos furiosos de aguas grises y montañas de bruma y abismo.
La cuenta de los días la llevaba Carlina Hidalgo, una mujer menuda, cuya voz de trueno la hacía generala de muchos soles y muchas lunas porque mandaba igual de día que de noche. A causa de su tenacidad, se convirtió en la promotora de ese éxodo a tierras extrañas en busca de fortuna. Era la esposa de Genaro de Jesús Vallejo, un campesino tranquilo y solidario, que parecía una fortaleza por sus músculos que sobresalían como murallas.
El diario de campaña, escrito por Carlina con una cadenciosa letra pegada, estaba borrado parcialmente por el moho del olvido. Joaquín lo encontró muchos años después en un baúl desvencijado, al lado de una lámpara de petróleo, una baraja de naipe español, una bailarina de cuerda, una camándula, un sombrero roído y varias prendas de vestir. La tapa del baúl, arruinada por el comején, se hizo polvo con solo tocarla.
El bisnieto rescató el documento, en cuyas márgenes brotaba la hierba y cuyos bordes se hallaban repletos de hongo negro. La cuenta de los días sin fechas y solo marcada con números se había perdido. A duras penas se alcanzaban a ver los números sesenta y sesenta y cinco y pare de contar. Conservaba, eso sí, algunas líneas que permitían vislumbrar el tamaño de la caravana de campesinos que pretendía encontrar, al azar y sin la voz de Dios como guía, pero con la camándula de la fe, la tierra de sus sueños.
“Salieron diez familias”, se alcanzaba a leer en sus líneas borrosas. Nueve mujeres, once hombres y diecinueve niños y niñas, cuya edad máxima rondaba los trece años. Chan, el único viudo, viajaba con sus hijas Fedra y Ariadna, de seis y tres años, bautizadas así en sus delirios de lector voraz de los mitos griegos.
Llevaban seis mulas cargadas, tres pequeñas carrozas con trasteo, cinco caballos, tres vacas y un toro, ocho perros, una lora y un corral de gallinas empotrado en uno de los carruajes. Cargaban herramientas, esteras, sombreros de iraca, cobijas y sábanas multicolores tejidas con retazos de ropa en desuso, canastos que hacían de cuna para los más pequeños y provisiones que era necesario tasar para no morir de hambre en el camino.
Llegaron al filo de la cordillera y desde allí vieron un picacho de nieve a lo lejos, un valle hacia el occidente, un paisaje de cerros sinuosos como senos de mujer al sur y montañas enormes tapadas por el cielo al oriente. En el paisaje, que recorrían sus ojos alucinados siguiendo un círculo, sintieron que abarcaban el mundo. Era la tierra prometida, que los esperaba en el silencio de unos vientos saludables.
–Es un paraíso con agua– gritó Arturo Aguirre cuando vio que el líquido transparente brotaba en todo el centro, cerca de un enorme y frondoso guayacán de flores ocasionales.
Cuando menos pensaron los fundadores, el pequeño villorrio de los orígenes era un asentamiento pujante de agricultores
y comerciantes
Sus palabras se volvieron una fiesta porque todos bailaron alrededor de la vida, que salía a borbotones de la tierra. Aguirre, arquitecto sin carrera, ingeniero por instinto y todero por necesidad, cogió a su mujer de la cintura e hizo, en un súbito arranque de pasión, lo que llevaba mucho tiempo sin hacer: la agarró a besos en la boca. Los niños se unieron a la celebración y terminaron empapados después de su primer chapuzón en agua helada. Esa noche armaron cambuches, prendieron fogatas y cantaron un buen rato hasta que los venció el sueño.
Carlina y Genaro de Jesús, acompañados por los jefes de las familias y orientados por la brújula sabia de Arturo Aguirre, marcaron en un cuadrado perfecto los tamaños de las casas iguales que se habrían de construir en esa meseta iluminada. La urbanización de la nueva ciudad, cuyo nombre era un ejercicio de la imaginación, dejaba espacio en su centro para levantar allí un enorme parque, destinado al convite y la diversión.
El pueblo de la colina se llamaría Filandia, tal y como lo propuso Chan en sus esfuerzos etimológicos para significar que el lugar estaba situado en el filo de los Andes. Genaro de Jesús y Carlina le dieron la bendición y todos aceptaron sin chistar, unos porque sencillamente sentían que les sonaba bien, otros porque creían que les daba un toque nórdico y elegante, y otros más porque veían que detrás de ese nombre se escondía la profundidad de la inteligencia humana. Sea por la razón que haya sido, Filandia quedó bautizado con ese nombre en los libros de geografía.
Las familias se dedicaron a construir sus casas a imagen y semejanza de las que habían visto, y a reconocer el nuevo mundo que su esfuerzo les había concedido. Muchos sabían de construcción porque habían sido obreros en la edificación de mansiones ajenas, pero no dejaron de consultar al maestro Aguirre, como le decían, para que sus casas quedaran resguardadas de los malos vientos o de los sacudones que a veces daba la tierra. Casi todos los materiales estaban en la naturaleza: la flexible guadua, los árboles de finas maderas, las fibras vegetales y hasta la boñiga para levantar paredes con cal.
Con piedra y barro afinaron pisos y armaron paredones. Los bosques aledaños, con sus arenillos, que parecían enredarse entre las nubes; con sus robles generosos y enormes, y con el impenetrable comino real, que se resistía a morir bajo las sierras, levantaron casonas con balcón a la plaza. Armaron también el templo para agradecer a su Dios silencioso la bondad de su compañía porque las familias llegaron enteras después de largos meses de travesía.
Con piedras de río, traídas a lomo de mula en cajones de madera, echaron calles a rodar que con el tiempo serían bautizadas con nombres fantásticos: Calle del Embudo, Camino de los Muertos, Calle de la Paz, la Ruta del Barbas, la Calle del Tiempo Detenido, el Senderito de los Locos y la Calle del Pensil.
Abrieron caminos para conectarse a la civilización, tumbaron maleza para sembrar cultivos, sacudieron la tierra, que había perdido la virginidad por pisadas aborígenes, y descubrieron nuevas fuentes de agua, que les ofrendaba la naturaleza como un regalo. La tierra era de todos.
La familia Vallejo estaba compuesta por papá, mamá, dos hijos y otro más, que parecía un tercer hijo, pero en realidad era el hermano menor de Genaro de Jesús, un compañero de briegas que disfrutaba desenterrando guacas y que se pegaba a cuanta aventura convocara su hermano mayor. Saúl Vallejo era mujeriego y decían las malas lenguas que se había pegado a la travesía para escapar de sus responsabilidades como padre de muchos niños concebidos en madres distintas.
Con el permiso de los otros colonos, Genaro de Jesús tomó posesión de una parcela para cumplir con un mandato de su paladar. Había empacado cuidadosamente unas semillas milagrosas para hacerlas crecer en el mundo que vivía en sus sueños y que ahora era realidad, sin saber que en las alforjas lo que traía era un tesoro que lo habría de convertir en un próspero hombre del campo. Las sembró en una loma, al lado de unas frondosas plataneras, y en corto tiempo vio crecer sus tallos y sus hojas verdes lustradas con el betún de la naturaleza, hasta ver los primeros frutos rojos.
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–Parece un niño– dijo Carlina el día que vio a su marido recogiendo la primera cosecha.
Con Saúl a su lado, les quitaron la cacota a los granos y los lavaron para dejarlos en fermentación. En unas latas improvisadas los pusieron al sol y esperaron hasta sentirlos crujir en sus manos. Les quitaron la cascarita a los granos secos y vieron por fin las almendras en la paila terminando de cocerse a fuego lento hasta tomar el color y el olor del café. Se les hacía agua la boca pensando en el sabor de la bebida preparada con aquellos granos, que hacía mucho tiempo no tomaban y se morían de ganas por acompañarla de un tabaco.
La máquina de moler les entregó, por fin, el primer tinto del nuevo mundo. Se sentaron en sillas de mimbre destartaladas y encendieron sus tabacos. Genaro sintió en su boca la primera bocanada y, antes de expulsar totalmente el humo, acercó el pocillo humeante a su nariz y se apropió de su fragancia como en una especie de ritual del primer sorbo.
El negocio empezó a
coger fama porque el olor era arrastrado por el viento a los pueblos vecinos y provocaba peregrinajes los fines de semana
–Es el mejor café que he probado– le dijo a Carlina, que también disfrutaba de la bebida.
–Está delicioso –dijo ella–. Debe de ser que esta tierra es bendita para el café.
–¡Bendita!– repitió Saúl como un eco.
No dijeron más mientras saboreaban, sorbo tras sorbo, esa bebida de dioses de otras tierras. Genaro se quedó anclado en las palabras de su mujer, bebió hasta la última gota como quien saborea el elíxir de la vida y pidió más. Su hermano alzó la mano. Carlina les trajo los pocillos rebosantes y Genaro quedó absorto, como si sus ojos nadaran en el fondo de la taza y leyeran su futuro en ese pequeño lago negro. Sorbía, musitaba entre dientes palabras incomprensibles, arrojaba una bocanada de humo de tabaco, otro sorbo, otra inhalación, otra exhalación, la mirada extraviada en la mágica bebida y, de bocanada en bocanada, hasta el último sorbo.
–¡Mija! –exclamó–. Esto hay que hacerlo en grande.
Carlina no hizo gesto alguno, pero se volvió la socia de ese sueño agrícola y comercial que con el tiempo se transformó en la primera trilladora de la región. El negocio empezó a coger fama porque el olor era arrastrado por el viento a los pueblos vecinos y provocaba peregrinajes los fines de semana.
Gracias a la ubicación de Filandia, en el filo de una montaña, y a los vientos constantes que visitaban el pueblecillo, la fragancia descendía por las laderas, cruzaba bosques, esquivaba cerros infranqueables, saltaba ríos y seducía a ateos y cristianos, a liberales y a conservadores, a ricos y a pobres.
Cuando los fundadores menos pensaron, el pequeño villorrio de los orígenes era un asentamiento pujante de agricultores y comerciantes. El marco de la plaza estaba lleno de casas de puertas enormes, con habitaciones alrededor de un patio, amplios balcones, huertos de frutas y flores y corrales en el solar.
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ALBERTO MEDINA LÓPEZ
Tomado de El Tiempo:
https://www.eltiempo.com/cultura/musica-y-libros/libro-para-el-alma-no-hay-exodo-la-fundacion-de-filandia-quindio-679921